Mientras reflexiono sobre el estado actual del mundo, mi corazón se duele por México, el país que ha sido mi segundo hogar durante tantos años. Las noticias de deportaciones masivas se sienten como una tormenta en el horizonte, una que amenaza con profundizar divisiones, desarraigar vidas y transformar la esencia misma de una nación.
Un video que vi recientemente me tocó el alma. Una mujer hablaba con pasión en contra de quienes apoyan estas deportaciones, llamándolos a dejar de disfrutar la comida, la música y la cultura mexicana. Fue aún más allá, dirigiéndose a los latinos que solo abrazan su herencia cuando les conviene, un sentimiento que cala hondo. Es un recordatorio de cuán interconectado, y a la vez fracturado, se ha vuelto nuestro mundo.
Por más de 20 años, he vivido y viajado por México, abrazando su cultura, sus luchas y sus alegrías. He visto lo bueno, lo malo y todo lo intermedio. Crié a mi hija para que conociera su herencia, sumergiéndola en la vibrante cultura mexicana. Juntas viajamos de pueblo en pueblo, aprendiendo, creciendo y adoptando una familia propia entre los locales.
Pero también he visto los cambios: la gentrificación que expulsa a los locales de sus hogares, los desastres naturales que devastan comunidades y el turismo que a veces parece más explotador que celebratorio. Recuerdo la desgarradora pérdida de Gloria, una mujer que valoraba la sacralidad del nudismo y trabajó para preservar la vida simple en Zipolite. Su visión fue pisoteada por la afluencia del turismo sexual, una realidad dolorosa que es difícil reconciliar con las raíces espirituales y sagradas de la región.
El fuego, los huracanes, los parásitos y la lucha constante por llegar a fin de mes: todo esto me conectó profundamente con el pueblo mexicano y su resiliencia. Compartimos el dolor y la alegría, la tristeza y la esperanza. Sin embargo, incluso en medio de estas experiencias compartidas, he visto crecer el resentimiento. Los extranjeros, incluyéndome, no siempre somos vistos como aliados, sino como contribuyentes a los problemas: el desarrollo excesivo, los costos crecientes y la erosión cultural.
Y ahora, con el aumento de las deportaciones, ¿en qué se convertirá México? ¿Cómo remodelará la afluencia de personas desplazadas a sus comunidades, su economía, su identidad? Es difícil no preocuparse por el impacto en las familias que quedan atrás, los recursos que se agotan y las tensiones inevitables que surgen cuando las personas se ven obligadas a situaciones desesperadas.
Para aquellos de nosotros que hemos vivido y amado en México, esto no es solo un tema político, es personal. Extraño profundamente a mi familia mexicana. Me recibieron en sus vidas, me hicieron sentir como en casa y me enseñaron mucho sobre la resiliencia, el amor y la comunidad. Siempre he dicho que soy como un perro mexicano: leal, encontrando mi familia y regresando año tras año. Pero este año, no puedo regresar.
La Gran División se siente más real que nunca. Las divisiones entre el Norte y el Sur, ricos y pobres, locales y extranjeros: todo se está volviendo más agudo, más difícil de ignorar. Y, sin embargo, mi amor por México y su gente sigue siendo inquebrantable.
No tengo respuestas, solo preguntas y reflexiones. ¿Qué podemos hacer para cerrar estas divisiones? ¿Cómo podemos honrar las culturas que amamos sin contribuir a su explotación? ¿Y cómo podemos solidarizarnos con quienes están sufriendo, ya sea en México, Canadá o Estados Unidos?
Estas son las preguntas que llevo conmigo y espero que también despierten algo en ti.
Si alguna vez has sentido la calidez de una familia mexicana, bailado su música o compartido una comida en su mesa, ahora es el momento de reflexionar sobre lo que eso significa. No contribuyamos a la Gran División. En lugar de eso, busquemos conexión, comprensión y respeto, por México y por el mundo.